El poder del aburrimiento sin culpa

Te propongo una breve lectura.
Es sobre el ritmo acelerado o la hiperactividad que se nos puede colar en el modus vivendi de cada día a los individuos que circulamos por la autopista de la vida en pleno siglo XXI. La autora del texto es Marian Rojas Estapé, conocida psiquiatra española.
El texto ofrece una crítica profunda y reflexiva sobre el ritmo acelerado de la vida en el siglo XXI, marcado por la búsqueda constante de eficiencia y rapidez. En él se destaca cómo la obsesión por consumir información y experiencias a máxima velocidad está afectando nuestra capacidad de reflexión y disfrute genuino.
La Dra Rojas expone que vivimos en una era de gratificación instantánea, donde las innovaciones tecnológicas y las plataformas digitales fomentan un consumo frenético de contenidos. Este ritmo vertiginoso no solo limita nuestra capacidad de disfrutar de los detalles y matices de la vida, sino que también tiene un impacto negativo en nuestra salud mental y emocional. La hiperactividad y la falta de paciencia se manifiestan en todas las áreas de nuestras vidas, desde el consumo de medios hasta las relaciones personales.
La autora menciona que este estado de constante aceleración puede llevar al agotamiento y al estrés crónico, lo que resalta la necesidad urgente de encontrar momentos de pausa y reflexión. Sugiere que la velocidad y el consumo acelerado nos impiden conectar con nuestro interior y apreciar las experiencias de manera plena. En lugar de sucumbir a la presión de la gratificación instantánea, el texto propone practicar la lentitud consciente, saborear el presente y valorar los detalles pequeños, como una forma de preservar nuestra salud mental y emocional.
El mensaje central es claro: para encontrar equilibrio en un mundo acelerado, es crucial aprender a desacelerar, disfrutar del momento presente y apreciar las cosas con calma y profundidad. La verdadera plenitud no se encuentra en la rapidez, sino en la capacidad de detenerse, reflexionar y vivir de manera consciente.
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El siglo XXI tiene una característica evidente: consumir rápidamente sin reflexionar sobre lo consumido.
Cualquier aplicación o novedad que se relacione con la velocidad, el aprovechamiento del tiempo, la productividad y la eficiencia se ve como un avance. Vivimos convencidos de que esta y la aceleración producen mayores y mejores resultados. No contentos con la cronopatía, a ese ritmo ya de por sí solo infernal, en muchos casos le hemos añadido el fast y el speed —la rapidez y la velocidad—, que el tiempo me cunda, pero todavía a más velocidad.
La doctora Gloria Mark, especialista que ya he citado, afirma en sus investigaciones que cuantas más interrupciones, más necesidad de actividad frenética. Es decir, vivir en constante interrupción también tiene su relación con meterle el acelerador a todo lo que hacemos. Fast watching y speed listening —consumir vídeos, series, películas, audios y música a toda velocidad— son conceptos nuevos de los que quizá no hayas oído hablar, pero sí conoces. Hoy tenemos la posibilidad de escuchar los audios, los podcasts, los WhatsApp incluso al doble de velocidad. Reproducir la voz de alguien «acelerada» de forma consciente, porque necesitamos consumir ese paquete de información lo antes posible. Es como echar gasolina a un incendio.
Yo hablo muy rápido, es un tema con el que lucho desde pequeña porque se me ocurren muchas ideas y me encanta compartirlas. En los últimos tiempos he intentado bajar la velocidad, sobre todo en las conferencias y al grabar mis podcasts, con una excepción: cuando mando notas de voz, que intento que no sean largas. Quiero evitar como sea que mis familiares y amigos pongan el audio a 1,5x —si lo suben, dejan de entenderme—. Bromas aparte, ahora contamos con teclas que nos permiten aumentar el ritmo de una película, de una serie, de un audio, de canciones o de los podcasts. ¿Nos hemos parado a pensar la razón por la que le metemos el fast forward a todo?
Nos encontramos en la era de la información. Queremos consumir constantemente, sin pausa. En una vida ocupada, en la que acudimos al colegio, al instituto, a la universidad, al lugar de trabajo o a cuidar de los nuestros… es difícil poder encontrar tiempo para todos los paquetes informativos y aplicaciones nuevas que surgen continuamente. Solo hay dos soluciones: o renunciar a estar al día o estar al día con una condición: acelerando lo que oímos y escuchamos para consumir las novedades aunque solo sea de manera superficial y compulsiva.
Los psiquiatras, psicólogos, sociólogos, filósofos, pensadores… sabemos que gran parte de la magia de la vida consiste en saber parar. Esta idea la comparto contigo en muchos momentos del libro. Parar para repararse; parar para sanarse; parar para recuperarse; parar para crecer… En definitiva: darle a la vida tiempos de pausa. Acelerados no conseguimos conectar con nuestro interior. No sabemos qué nos sucede, qué deseamos y cuáles son nuestras ilusiones y aspiraciones más profundas.
Con el fast y el speed incluidos en tantas facetas buscamos conseguir más tiempo a costa de aumentar la velocidad y eso no nos aporta nada bueno. Creemos que si aceleramos, nos cundirá más y seremos más eficientes. ¿Quién no contesta audios en el coche, hace deporte escuchando sus WhatsApp o busca cualquier rato para estar conectado por una u otra causa?
Netflix, HBO, Amazon Prime… son expertos en diseñar series para que nos enganchen. Pienso muchas veces cómo en el pasado, cuando veíamos alguna, aceptábamos —no se nos ofrecía otra opción— que teníamos que esperar una semana para el siguiente capítulo. No recuerdo qué temporada de Friends se emitía en un canal español a razón de un capítulo cada semana. Ahora sería impensable, la serie quebraría porque antes nos daríamos un atracón de cualquier otra que tuviéramos disponible entera.
Me contaba un chico joven que hoy se aceleran los vídeos y las series para llegar a la resolución de la trama lo antes posible. Saber cómo termina el capítulo o ver la película literalmente en diagonal a toda velocidad. Los vídeos de TikTok, Instagram o YouTube son cada vez más cortos. La propia limitación de doscientos ochenta caracteres de X —la antigua Twitter— tiene ese fundamento; la idea y a otra cosa, sin profundizar, sin desarrollar.
Hace unos meses impartí una sesión en una empresa líder en su sector. Antes de empezar, hablé durante un rato con la directora de marketing.
—Para este año me han pedido diseñar vídeos en los que durante los tres primeros segundos captemos la atención del usuario —me dijo—, y que en diez esa persona no haga un scroll rápido y pase al siguiente.
Me alegró pensar que no tenía que encargarme yo de ello, porque ¡no sabría hacerlo! Pero, sobre todo me asustó pensar cómo —más que nunca— los segundos se habían convertido en el pilar básico de la sociedad del consumo.
En el fast también está incluida la comida: el fast food tan dañino que conocemos. Y a este añadimos otro concepto novedoso: el fast love. Este último implica que uno busca inmediatez y emociones intensas cada vez que se topa con alguien que activa su faceta afectivo-sexual. Nada de intercambio de miradas, cortejo, seducción y fuego lento. ¡Que sea pasional, fuerte y pisando el acelerador! ¡Cuántas parejas he conocido que, por meter una velocidad exagerada a las relaciones —de cualquier tipo—, han sufrido habiendo podido evitarlo! Zygmunt Bauman lo denominaba amor líquido —tiene un libro con este título—, y se refería a las parejas en las que no existe el compromiso. Son relaciones de ida y vuelta, con poca consistencia. Relaciones que empiezan con un match en una aplicación y terminan con ghosting. Rápido, sin pensar, buscando emociones rápidas y, por supuesto, evitando el sufrimiento.
Fast shopping, comprar a toda velocidad, online, tiendas baratas, outlets, terceras rebajas, códigos de descuento, aplicaciones diseñadas para ir metiendo cosas en el carrito… Muy adictivas, con la mente por detrás susurrando: «Es una oportunidad, no lo dejes para más adelante». Compra, consigue, adquiere, consume rápidamente, sin reflexionar sobre lo que consumes. Esa es la clave. Estamos de lleno en la generación fast, donde uno busca maximizar su tiempo: conseguir datos lo más rápido posible para poder saltar a otra fuente de información.
Leí que se había hecho un experimento en webs de compras online donde tienen guardado tu método de pago habitual, así te ahorras ese paso. Durante unos días, tras elegir los productos, se solicitaba de nuevo el número de tarjeta. Unos segundos de espera inesperados. Más de la mitad de los usuarios declinaba la compra. Es decir, en ese frenazo brusco —«Tengo que poner otra vez el número, ¿seguro que lo quiero, lo necesito?—», la mente respondía: «Ahora no, qué pereza, no quiero sacar la tarjeta del bolso, mejor no gastar más»… ¡Qué necesario es plantearnos de vez en cuando la velocidad a la que consumimos ciertos estímulos que nos rodean!
Esta fast life y nuestra ansiada atención están interrelacionados. Cada vez aguantamos menos una película larga, una canción de varios minutos, un audio extenso de un amigo, un resumen prolongado de las noticias. La duración de las películas y de los capítulos de las series se está acortando porque los espectadores son menos capaces de mantener la concentración mucho tiempo y, por lo tanto, dejarían de consumir.
Estamos ante un problema social potencialmente muy grave. La velocidad normal de la vida nos aburre. Peligroso. Muy peligroso. Como en un coche, la aceleración excesiva deteriora la máquina, le exige el máximo hasta que falla, normalmente por la pieza más pequeña, la más sencilla, a la que menos atención le hemos prestado. Las consultas de psiquiatría y hospitales del mundo occidental están colapsadas de mecánicos —profesionales de la salud mental— tratando de volver a poner en circulación esas máquinas averiadas —personas— que no han podido mantener el endiablado ritmo al que vivimos. Y la solución no es arreglarlo sin más, no es sustituir una pieza por otra, no es superar la crisis puntual y volver al circuito. Eso son parches que no evitarán que más pronto que tarde volvamos a fallar. La solución en el plano individual es ayudar a que esas personas se replanteen su ritmo de vida. En el plano general, a nivel global, deberían tomarse medidas en pro de la salud mental, tomando conciencia de los riesgos a que nos enfrentamos. No estamos diseñados para aguantar ese ritmo indefinidamente. Ese ritmo es de sprint, y la vida es una carrera de fondo.

Este siglo cultiva la impaciencia,
la hiperactividad y el ritmo frenético.
Una mente acelerada puede meternos en muchas ocasiones en el ya conocido modo alerta tan tóxico y del que pueden surgir síntomas, dolencias y enfermedades.
Sí, estamos en la era de la gratificación instantánea, pero instantánea de verdad, todo se vive en cuestión de segundos o milisegundos. Esa búsqueda de intensidad máxima y de novedades constantes genera tal cantidad de dopamina que la mente pide más y más. Cuanta más estimulación y más velocidad, menos capacidad de controlar la paciencia. Cada vez necesitamos sentir más, y cuando no es así, nos frustramos e impacientamos. La virtud de la paciencia de la que hablaba Kant nos ayuda a gestionar las emociones ante las adversidades. Consiste es controlar lo difícil, lo incierto y lo inesperado de la mejor manera posible, permitiendo un espacio para la reflexión y la espera.
Llegamos al supermercado y la persona que está pagando delante de nosotros se ha quedado sin monedas, no le funciona la tarjeta y hay que aguardar unos instantes, ¿cómo reaccionarías? Según tengamos gestionado nuestro interior —¡y aquí la corteza prefrontal juega un gran papel!— resolveremos mejor o peor esa pequeña contrariedad. Vamos a visitar a nuestros padres, tíos o abuelos. Les estamos contando algo, pero notamos que no se enteran, que han perdido audición y surgen la impaciencia y la desilusión. Hay múltiples ejemplos en nuestra vida. Ese profesor de instituto que requiere de enormes dosis de paciencia para llevar a decenas de jóvenes en las aulas y guiar su impulso de pegar un grito y poner castigos por doquier; una madre que, tras llegar agotada a casa, necesita esa paciencia para escuchar a sus hijos, con sus inquietudes, rabietas o desobediencias. Un médico en Urgencias que atiende a numerosos pacientes en sus guardias con sintomatología de todo tipo, presionado por los enfermos que no paran de llegar, requiere de un temple infinito para poder empatizar con el sufrimiento de cada uno de los que trata en medio de esa saturación hospitalaria.
Sigamos con nuestro razonamiento. Decíamos que cuanta más velocidad y más consumo incesante menos paciencia. Esa madre, ese maestro, ese médico en Urgencias… tienen menos batería en su corteza prefrontal —menos paciencia— para gestionar lo inesperado, lo tenso y lo complicado. La paciencia no está de moda. Todos lo percibimos a nuestro alrededor: en las colas en los supermercados, en el tráfico insufrible de muchas ciudades… Está a la orden del día, pero es un puente deslizante hacia el sufrimiento y hacia el malestar, ya que nos impide disfrutar del presente y nos recuerda aquello que no sale a la velocidad o tiene la calidad que nos gustaría.
La dinámica de actividad y el no ser capaces de esperar nos está enfermando. No estamos diseñados para vivir de esta manera tan acelerada. En ese estado de hiperactividad, aquello que frene nuestros chutes constantes de dopamina y acción rápida nos frustra. Queremos más, más rápido y más intenso. Bienvenido a la fast life, al siglo del consumo lo más veloz posible.
Históricamente, los más impacientes eran los niños y jóvenes, y en el otro extremo, los mayores. Esto se entendía por cómo funcionan las redes neuronales y la evolución de la corteza prefrontal. Ahora, ese estado de impaciencia lo sufrimos todos, a cualquier edad. Hay que contestar mails, leer los mensajes, comprar, ver las noticias, saber de qué tratan las series, conocer qué es tendencia… ¡y no hay tiempo! Y el fast y el speed toman el control de la vida. Consumir de forma bulímica —como si de un atracón se tratara— todo aquello que queremos, para cubrir el miedo a perdernos cosas, el famoso FOMO —fear of missing out— del que tanto se habla hoy.
NO OLVIDES
Si vives la vida en modo fast, enfocándote solo en lo emocionante, te quedarás con lo intenso, pero perderás los detalles de muchas de tus vivencias.
Leí un estudio muy interesante. En él se analizaba cómo retenían los alumnos los contenidos de las asignaturas al acelerar la reproducción de las clases y sesiones pregrabadas. Lo que se observó es que si se mantenía la velocidad en menos de 2x, los conceptos básicos sí se mantenían, pero no así los matices. ¡Qué importante! Es como si fueras a un restaurante, te tomaras un solomillo a toda velocidad y, preguntado, supieras distinguir qué tipo de carne es, pero, por la celeridad del atracón, no hubieras podido detectar los matices de la textura, el sabor, la salsa, los acompañamientos o el maridaje con un buen vino.
Muchas de las cosas buenas, ¡maravillosas!, lo son por disfrutar de los detalles. Pongamos como ejemplo la cultura. Hay personas que visitan espléndidos museos y que no se detienen a observar ninguna obra en particular, sino que se limitan a peinar cada sala con la vista. Y qué decir del turismo. Me encanta viajar. Hace unos años fui a Venecia con mi marido. Somos de los que leen sobre la historia de los sitios a los que viajamos antes de llegar, y recurrimos a guías en los lugares más importantes, aunque lo que más nos gusta es descubrirlo todo solos. Me impactó la ciudad, pero el contenido de la información a disposición de los turistas me resultaba demasiado básico. Comentándolo con una guía local, me contestó:
—Hemos tenido que simplificar mucho la información en los edificios de interés. Mucha gente no tiene inquietud por aprender, hay turistas que pasan la mañana en Venecia y la tarde en Florencia. No podemos explicarles gran cosa porque no hay tiempo material y, además, no tienen ni nociones básicas.
Me quedé impresionada, ¡eso es fast tourism en su máximo exponente! Es verdad que Venecia sobrecoge por sí misma, pero la historia detrás de cada edificio, de cada escultura y de cada pintura es infinitamente enriquecedora y perdérselo por verlo haciendo un mero check es de una pobreza injustificable. Mientras, nuestros turistas «exprés» habrán cubierto su FOMO y volverán a su lugar de origen y podrán decir que estuvieron en Venecia y Florencia.
Aprende a parar. Frenando eres capaz de observar y disfrutar. No podemos deleitarnos con una maravilla de paisaje si vamos a doscientos kilómetros por hora por la autopista. Ningún investigador ha llegado a sus descubrimientos metido en una vida frenética. Han precisado momentos de paz y aburrimiento, ¡necesarios para la creatividad! —te hablo de esto con detalle al final del libro, entenderás el trasfondo de la pausa mental—.
El siglo XXI tiene un diagnóstico: sufre de estrés crónico. ¿Cómo va a funcionar la sociedad si creamos seres hiperestresados, corriendo y funcionando a toda velocidad? Si tu vida es frenética es porque es el entorno quien te dirige, porque no te has parado a pensar y priorizar lo que haces con tu tiempo.
Bajar revoluciones, permitir la lentitud de la naturaleza, contemplar la belleza, meditar, escuchar mirando a los ojos… son herramientas maravillosas para proteger nuestra salud física y psicológica y potenciar las relaciones humanas. Esa voz interior tan necesaria no se escucha en medio del ruido y la velocidad intensa de la vida. Estimulamos en todas las facetas y luego buscamos lugares, cursos, terapias de desconexión y paz para sanarnos. ¡Seamos más conscientes! Aprende a renunciar con relativa paz. Renunciar con paz es un síntoma de madurez y salud mental. Vive el momento presente. Intenta saborear la naturaleza, sea la playa, el mar, la montaña o el campo. En plena sociedad del FOMO, practica el JOMO —joy of missing out, la alegría de perderte cosas—. Te abrirás a grandes sensaciones.

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El poder de la pausa sin culpa
La mente, sobre todo la de los más jóvenes —aunque también nos sucede a los adultos—, está perdiendo la tolerancia al aburrimiento, fundamentalmente por las distracciones digitales. Gran parte de ese aburrimiento ha sido generado artificialmente. El cerebro está tan acostumbrado a la hiperestimulación, a las notificaciones incesantes, a los inputs que llegan cada minuto, que termina volviéndonos adictos a resolver y sentir esa dopamina. Ello deriva en que la ausencia de estímulos durante un período relativamente corto nos hace creer que estamos aburridos, cuando en realidad está gozando, por fin, de un breve oasis de paz en medio del bombardeo de datos al que le hemos acostumbrado a la fuerza.
Alicia Walf trabaja como investigadora en el Departamento de Ciencias Cognitivas del Instituto Politécnico Rensselaer de Estados Unidos, y explica los mecanismos neurobiológicos por los que aburrirse mejora las conexiones neuronales, promoviendo que nazcan ideas nuevas o surjan momentos de inspiración. Un cerebro que percibe que tiene tiempo libre, sin estímulos externos, busca salir de ese estado. Es como si algo le empujara a realizar alguna actividad, a tener algún pensamiento que le supusiera un reto. Se resiste a aburrirse. Si intentamos parar sin que nada nos distraiga, va a comenzar la divagación. Está demostrado que cuando nos detenemos y dejamos lugar al aburrimiento, surgen ideas que estaban latentes, y que al fin procesamos y salen a la luz.
Pero no solo se trata de fomentar la creatividad o de dar un reposo a nuestro agotado cerebro. Hay aquí también algo para los demás. Cuando uno se encuentra inmerso en una actividad frenética, la mente tiene menos capacidad de ponerse en el lugar del otro, desaparece la empatía. Por eso, abrirnos unos instantes al aburrimiento nos ayuda a poder empatizar mejor con los que nos rodean, gente a la que es posible que horas antes hayamos ignorado o hecho incluso daño de manera inconsciente. Y cuando ese aburrimiento es aceptado y genera paz, nuestra batería mental se recarga.
«¡Vaya consejo!, si no tengo tiempo para nada, ¿cómo voy a incluir un rato para aburrirme?», me preguntarás. Aclaro un punto: no estoy haciendo una oda al aburrimiento en su estado más negativo y perjudicial. Ese que te destruye el ánimo y te sumerge en el peor de los pensamientos y conductas. Hablo para aquellos que viven en un mundo «dopaminado» y quieren aprender a parar sin culpa. Para ser creativo y solucionar, tienes que saber frenar. Te propongo una ociosidad consciente, un equilibrio entre la tensión constante y la meditación. Hay que huir del concepto de productividad incesante.
NO OLVIDES
Intentar llegar a todo activa el modo alerta y te intoxica de cortisol.
Sé que esto puede resultar chocante, ya que a muchos nos han educado en el esfuerzo, en el hacer y en no perder el tiempo. Un comienzo es saber que el aburrimiento aceptado o incluso buscado es bueno. No hay que tener miedo a unos minutos «sin hacer nada». En la salita de espera del médico, el vagón silencioso del tren… Dejemos el móvil en casa para ese recado, para ese pequeño trayecto en coche. Resistamos la tentación de consultar el periódico digital por cuarta vez en el día. Sin datos, sin batería, sin teléfono. Cualquier excusa es buena para dejar volar la mente lejos de un estímulo exterior. «Es que tengo mails por contestar, la compra pendiente, audios sin escuchar, noticias sin leer». Siempre habrá algo, siempre. Pero la protección de tu mente es mucho más importante. Túmbate en una toalla frente al mar oyendo el romper de las olas, con los ojos cerrados o abiertos, viendo desfilar las nubes ante ti, siéntate en un banco en el parque, reserva unas horas en un spa, prepárate un baño, colócate delante de la chimenea con una manta… Busca un entorno que te genere sensación de paz y bienestar, y permítete descansar la mente sin hacer cuentas de todo lo que te queda por hacer. Añade en tus rutinas vitamínicas un rato para pequeñas pausas en las que no te juzgues y en las que te permitas, simplemente, descansar. Te recomiendo que empieces dedicando cinco minutos al día, ahí comenzará el impresionante proceso de divagación.
En Holanda acuñaron un término para no hacer nada: niksen. Se trata de ver qué pasa por la cabeza haciendo lo menos posible. Los neerlandeses lo proponen como una manera de recuperarse durante unos minutos sin que exista ningún propósito. Alguno me recordará: «¡Pero si siempre hablas de que la felicidad depende del sentido que le damos a la vida!». Efectivamente, ¡el ikigai es fundamental!, pero igual de importante es saber que el único objetivo durante esos instantes es estar recargando nuestra batería mental, descansando el cerebro para recuperar la atención. No hacer nada es llegar a un momento en el que no haces, simplemente estás. Aprendamos a frenar para ver, observar y fascinarse. ¿Te has fijado que para contemplar de verdad hace falta pararse? Corriendo no se percibe la belleza. Deleitarse con un paisaje bonito, con una puesta de sol, con una lectura cautivadora, detenerse y disfrutar de un pueblo escondido cerca de la carretera, escuchar una canción
Del libro de Marián Rojas Estapé, Recupera tu mente, Reconquista tu Vida.
En conclusión si circulas por este siglo XXI vigila tu aceleración, tu velocidad. Porque la velocidad y el consumo frenético característicos de este siglo pueden estar erosionando tu capacidad de disfrutar y reflexionar.
En un mundo que valora la gratificación instantánea, es crucial, –no hay otra forma– aprender a desacelerar y apreciar los detalles, pues solo a través de la pausa y la atención plena podemos preservar nuestra salud mental y encontrar una verdadera satisfacción en la vida.
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Un libro indispensable, de Viktor Frankl, que te ayudará a repensar esto que hemos leído en el artículo, de forma intensa, y un libro de la autora del artículo, Marian Rojas Estapé en el segundo enlace,


Es verdad! La vida diaria y el continuo avance, hace que todo «tenga» que ser rápido!
De alguna manera, los Ángeles disponen de estás herramientas de lectura, para que nos demos cuenta…
Gracias!
(La lectura de este artículo, fue una de las mejores pausas, en los últimos días)
Gracias por el artículo, me ha dado en que pensar, al leerlo e incluso en lo que sigue de aquí en adelante. Paz y bien.